Translate it!

viernes, 21 de marzo de 2014

Mi Historia: Y llegó el SFC (parte IV)

Todo parecía haber vuelto a la normalidad, al menos a todo lo "normal" que pueda ser la vida de una persona con Fibromialgia. Con el tiempo, te acabas haciendo a los dolores, aunque te acompañen todos los días. No es que te acostumbres, porque es imposible ignorar al propio cuerpo "quejándose" siempre, sino que te haces fuerte y los soportas con toda la dignidad que puedas.

Sin embargo, yo me notaba cada vez más cansada y lo que antes me costaba un poco de esfuerzo, ahora empezaba a hacérseme muy difícil. También empecé a notar cambios en mi memoria y en la capacidad de concentración, era cómo si mi cerebro se estuviera volviendo vago. Los problemas intestinales continuaban, eran mi día a día desde hacía varios años. Pero se le iban sumando otros síntomas digestivos, cómo dolor en la boca del estómago, que sospechaba como una posible úlcera.

De todos modos, con un niño pequeño al que le estaban saliendo los dientes, un cambio de ciudad y de casa, etc, todo podía ser achacable a la falta de descanso y al estrés. Cuántas veces no habría pensado que mi problema era realmente ese, la incapacidad de hacer frente al estrés por una marcada sensibilidad. Porque estaba claro que me afectaba más que a otras personas, y que un brote de FM podía venirme tras cualquier acontecimiento estresante (negativo ó positivo).

Pero el tiempo pasaba, y un sinfín de síntomas nuevos iban apareciendo: nuevos dolores, contracturas en la mandíbula y la musculatura de la cara, falta de concentración, problemas del sueño o despertarme siempre cómo sino hubiera descansado, caída del cabello y fragilidad en las uñas, piel extremadamente seca, dolor en los ojos y problemas de visión, y un largo ecétera que no paraba de crecer. Pero sobre todo se instauró la fatiga física, un cansancio descomunal que empezó a recluirme aún más en casa.  Eran síntomas que iban y venían, a veces se mantenían por un tiempo ó se cambiaban por otros. Las infecciones recurrentes también aumentaron, hasta el punto de estar todo el año enferma con "algo".

En ese punto, decidí abusar algo más de Mr. google y tras un tiempo di con un Foro de enfermos de Síndrome de Fatiga Crónica. En esos momentos, y debido a lo que me parece una  incorrecta  nomenclatura (sería preferible Encefalomielitis miálgica) pensé que se trataba de una enfermedad que consistía en estar cansado siempre. Nada más lejos de la realidad, cómo descubrí poco después, a pesar de que en ese momento era cómo me sentía. No se trataba "sólo" de eso. Pero ahí estaba yo, sintiéndome totalmente identificada con todo lo que los otros afectados contaban.

El síndrome de fatiga crónica (SFC/EM), es una enfermedad cruel, repleta de síntomas y trastornos, que aún hoy sigue sin tener un origen claro ni un tratamiento efectivo. Aunque cada vez se está más cerca de encontrar unos biomarcadores, gracias a Asssem y a los propios enfermos de EM/SFC, que con su colaboración y donaciones han hecho posible un Estudio que demuestra anomalías inmunológicas en estos enfermos.

Cómo pronto descubrí, el tener un diagnóstico de Síndrome de Fatiga Crónico tampoco abría muchas puertas a la esperanza, más bien te las cerraba de cara a otras posibles causas que se pudieran estudiar por los médicos. Fui diagnosticada en Barcelona, por uno de esos "especialistas" que tanto han proliferado en nuestro país, de los de 200 euros la hora, con mucho nombre pero sin verdadera inquietud por investigar o arriesgar con tratamientos que no fueran meramente paliativos. Me mandó análisis costosos que no arrojaron nada y tras esto me diagnosticó un SFC grado III.
El doctor me aseguró que mi vida tal y como la conocía  había terminado. Que a partir de ahora, me limitara a ver la vida pasar desde una cama, pues esa era la única opción que tenía. Me regaló su último libro y me mandó a casa con un tratamiento antiviral que me dejó ciega 15 días, hasta que lo dejé. Por supuesto no encontré mejoría.

Pasaron los meses y mi salud llegó a un estado lamentable, apenas podía andar sola y me pasaba 23 horas diarias en la cama. A veces no podía ni hablar, porque el esfuerzo de articular palabra era demasiado para mi. Tenía disneas y me dolía mucho el pecho ante cualquier esfuerzo. Empecé también a perder agudeza visual, cosa que ya me había pasado tiempo atrás, pero que ahora era alarmante. Necesitaba ayuda para todo, incluso para levantarme de la cama, las pocas veces que lo hacía. Los dolores musculares dieron paso a los neurológicos, que me atravesaban como alfileres largos, por todo el cuerpo. Tenía 31 años y de repente, era una persona anciana.

(Continúa en parte V)